¿Alguna vez te has preguntado qué sonido tendría tu vida si pudiera escucharse desde fuera?
MITO ANFIÓN
Literatura. Actualidad. Relatos. Lugares mágicos.
MITO ANFIÓN
¿Has sentido alguna vez que estás acompañado por todas partes, pero no hay nadie?
Me ocurrió ayer, mientras cenaba solo, con el móvil sobre la mesa —ese tótem brillante que nos ofrece la promesa de no estar nunca del todo fuera del mundo. Lo desbloqueé, miré los mensajes, dejé que me rozaran las notificaciones como si fueran olas suaves en los tobillos... y, sin embargo, no había nadie allí.
O quizá sí. Pero nadie conmigo.
A veces creo que vivimos rodeados de faros apagados. Todos conectados, todos emitiendo señales, pero sin la menor intención de encontrarse. Como si en vez de mapas lleváramos laberintos, y en lugar de brújulas, espejos.
Imagina un náufrago moderno: no hay cocoteros ni diario de a bordo. En su isla hay cobertura 5G, tiene acceso a toda la información del mundo, y aún así, anhela algo más primitivo: una voz que no tenga eco. Un silencio compartido. Una presencia no pixelada.
Y me doy cuenta de que yo también soy ese náufrago. Que muchas veces prefiero escribir una publicación antes que llamar. Que me es más fácil poner un emoji triste que decir "me siento solo". Que las palabras, tan serviciales ellas, también saben esconder.
No sé tú, pero yo echo de menos los silencios incómodos de las cafeterías con alguien delante. Los paseos donde no hay nada que mirar salvo el rostro del otro. Echo de menos la lentitud de las cartas, la caligrafía como huella, la espera como forma de cariño.
Hay una imagen que me ronda. La del vaso de cristal azul, tan transparente como engañoso. Parece lleno, pero no lo está. Refleja la luz, pero no la retiene. Así me siento muchas veces frente a la pantalla: como ese vaso. Iluminado, pero vacío. Lleno de reflejos ajenos que no calman la sed.
Y no es que la tecnología sea el problema. El problema, quizás, es que ya no sabemos estar presentes sin mediadores. Nos hemos convertido en traductores de nosotros mismos: subtitulamos nuestras emociones, filtramos nuestras reacciones, programamos nuestras respuestas.
¿Qué pasaría si un día salieras de casa sin el teléfono? Sin mapa, sin brújula, sin mensajes pendientes. ¿Serías capaz de soportar tu propia compañía? ¿Qué parte de ti te encontraría en el reflejo de una charca o en la mirada de un desconocido?
Quizá la próxima vez que entres en una red social, te preguntes: ¿estoy aquí para encontrarme o para evitarme?
Y tú, lector, ¿qué soledad has conectado hoy sin darte cuenta?
Déjala reposar. No respondas aún. Mejor apágalo todo y sal a caminar.
¿Dónde se refugia lo que nunca nos dimos permiso para sentir?
¿En qué pliegue del alma se esconden las emociones que apartamos, no por cobardía, sino por una prudencia mal entendida… como si vivirlas pudiera desbordarnos?
¿Y si existieran lugares -como Puebla Marina- que nacen precisamente de esos sentimientos postergados, de lo que no supimos concedernos a tiempo?
Hoy ha amanecido con una claridad extraña.
No era la luz, no… era otra cosa.
Una sensación como de haber bordeado, sin tocarlo, algo que siempre estuvo allí, esperando.
A veces la conciencia llega así, sin aviso, sin ceremonia.
Simplemente se instala, como esa tristeza dulce que uno acepta sin saber si viene del presente o de hace muchos años.
He paseado por la orilla.
El mar estaba particularmente quieto, como si me respetara el silencio.
Y yo tampoco tenía nada que decir. Solo caminar, como quien deja que el cuerpo hable por dentro.
En Puebla Marina hay un callejón que no aparece en ningún plano.
Es estrecho, sombrío, como si los edificios quisieran protegerlo del olvido.
Allí viven los mapas que no dibujamos.
Los deseos no asumidos.
Los impulsos que censuramos sin darnos tiempo.
Los temblores que desoímos por orgullo o por rutina.
Una vez lo recorrí con alguien.
No importa quién.
Nos reímos de lo absurdo del trazado, de lo desparejo del suelo.
Y sin embargo, había belleza.
En lo imperfecto también habita la verdad.
Solo hay que mirarla sin exigirle que sea otra cosa.
A veces fantaseo con la idea de que Puebla Marina no es un lugar físico, sino una coordenada emocional.
Un refugio al que regresamos cuando el mundo nos pide demasiado.
Un espacio donde las emociones no vividas siguen esperando su momento.
Y algunas, con suerte, aún laten.
Hoy me he cruzado con una anciana sentada en un banco frente al acantilado.
Tenía los ojos serenos, como quien ya no se reprocha nada.
Le pregunté si echaba de menos a alguien.
-No -me dijo-. Echo de menos lo que no me atreví a echar de menos en su momento.
Y me pareció una respuesta perfecta.
Quizá eso somos: una mezcla de lo que sentimos tarde, lo que no supimos nombrar y lo que aún estamos aprendiendo a aceptar.
Pero aquí, en Puebla Marina, todo eso se entiende.
O se abraza.
O simplemente se deja estar.
Y tú, que también callas a veces lo que ya es urgente sentir,
¿te atreverías a volver sobre ese gesto que nunca tuviste, ese temblor que evitaste?
Te propongo esto:
búscalo.
No en los recuerdos, sino en tu cuerpo.
Y si lo encuentras, si aún duele un poco, déjalo que duela.
Tal vez -quién sabe- sea la forma que tiene Puebla Marina de recordarte que sigues vivo.
¿Alguna vez te has preguntado qué sonido tendría tu vida si pudiera escucharse desde fuera? No las palabras, ni los pasos, ni el eco de t...