10 agosto 2025

Las murallas que cantan

 


¿Alguna vez te has preguntado qué sonido tendría tu vida si pudiera escucharse desde fuera? 

No las palabras, ni los pasos, ni el eco de tus gestos… sino la música que secretamente sostiene todo lo que eres. 

Yo me lo pregunté un día de niebla, y la respuesta la obtuve de un ser mitológico. 

Fue de un hombre al que nunca vi del todo, y que juraba venir de Tebas. 

No la Tebas de Grecia -decía-, sino una ciudad idéntica, escondida bajo las capas de la historia, en el lugar exacto donde nadie mira. 

Llevaba una lira rota y hablaba como si cada frase pudiera derrumbar un muro. 

-Yo soy Anfión -me dijo-. Construí mi ciudad con acordes. Cada piedra subía sola, como si bailara. 

-Hoy vengo a advertirte: en tu mundo ya no se construye con música. Se construye con ruido. Y el ruido no protege, solo distrae. 

No recuerdo si sonreí o si fue un gesto de cansancio. 

Porque el ruido… sí, lo conocemos bien. Es la vibración sin alma que llena los aeropuertos, las pantallas, las avenidas. 

Es la voz mecánica que nos vende calma a plazos. 

Es la frontera invisible que no guarda, sino que separa. 

Anfión siguió hablando, pero su voz ya no sonaba fuera de mí; la escuchaba dentro, como un recuerdo prestado. 

Te observo leyendo esto y no sé si lo crees. Tal vez pienses que exagero. 

Pero ¿no has notado cómo los muros de tu vida se han ido levantando solos? No con piedra, sino con horas robadas, con miedos bien maquillados, con la música reemplazada por alarmas. 

A veces me pregunto si esos muros no están afinados para que nunca puedas salir. 

En el principio, todo muro era canción. 

Los pueblos cantaban sus límites y así sabían dónde empezaba la casa y dónde comenzaba el mundo.

Pero un día alguien confundió el canto con el grito, y desde entonces la piedra se endureció. 

Cuando regresé a la calle -o quizá no salí nunca de esa conversación-, vi las fachadas como partituras mudas. 

El tráfico era un tambor sin compás. 

Un niño jugaba a apilar cajas de cartón, tarareando algo. 

Me acerqué. 

-¿Qué cantas? -pregunté. 

-Nada, señor… -respondió, pero sus manos seguían moviéndose al ritmo de algo invisible. 

No sé cuándo decidí probar. 

Cerré los ojos y pensé en la ciudad que yo construiría si pudiera elegir el sonido. 

No era perfecta. No tenía murallas altas. 

Era una ciudad abierta, donde cada puerta se abría con una nota distinta y ninguna cerradura repetía su melodía. 

En ella, la gente reconocía las casas no por el número, sino por el timbre de su risa

Y si alguien se olvidaba de cantar, otro le prestaba un verso. 

No duró mucho. Abrí los ojos y el ruido volvió como una marea gris. 

Pero ahora sabía algo: el muro más fuerte no es el que te separa del otro, sino el que levantas dentro de ti cuando dejas de escuchar tu propia música. 

Anfión ya no estaba. 

O quizá siempre era yo hablando conmigo mismo desde un lugar más antiguo que mi memoria. 

Da igual. 

Lo importante es que he empezado a entonar de nuevo. 

Muy bajo, casi un murmullo, pero suficiente para que alguna piedra del muro se mueva un milímetro. 

Y tú, que has llegado hasta aquí, dime: 

¿Cuál sería la primera nota de tu muralla si decidieras construirla hoy… para proteger lo que de verdad merece la pena? 

Si la encuentras, cántala. 

Si no, guarda silencio hasta que el ruido te deje oírla.
******

MITO ANFIÓN


El relato utiliza el mito casi olvidado de Anfión, quien construyó las murallas de Tebas con el poder de su lira, para denunciar que hoy Occidente ha sustituido la música -la belleza y la armonía— por ruido, levantando muros que no protegen, sino que aíslan. La narración invita a recuperar nuestra “nota propia”, esa voz interior capaz de derribar las barreras internas que nos impiden vivir con sentido y conexión auténtica con los demás.

06 agosto 2025

Un náufrago en las playas de Mazarrón

 

¿Y si el mar no devolviera sólo cuerpos, sino también memorias? 
¿Y si bajo las aguas de Mazarrón flotaran aún las palabras no dichas de antiguos navegantes? 
¿Y si cada ola fuera un susurro de algo que una vez fue verdad? 

El cuerpo apareció en la playa del Rincón. No como los cuerpos de las películas, no envuelto en redes ni con un tatuaje que contara su historia. No. Este cuerpo era limpio, apenas cubierto por una camisa desgarrada y el salitre. Tenía los ojos cerrados, pero no parecía inconsciente. Más bien, parecía esperar.

Un niño lo encontró. Se llamaba Elías y tenía once años. Llevaba una caña de pescar rota y una gorra con la visera despellejada. Se acercó con la serenidad de quien ya ha visto otras cosas, y le tocó el hombro con un palo. 

-¿Está muerto? -preguntó en voz alta, como si alguien fuera a responderle. 

El hombre abrió los ojos y se incorporó. Tenía la barba como de semanas, pero no parecía perdido. Miró alrededor, como si recordara el nombre del lugar a partir del sabor del viento. Y cuando habló, no fue para preguntar qué había pasado, sino para decir: 

-Estoy en casa. 

Se hacía llamar Salomón. Nada más. Ni apellido, ni lugar de procedencia. Hablaba un castellano extraño, con acentos que no eran de ninguna parte. Decía que había naufragado, que había visto una tormenta del tamaño de un continente, y que un delfín lo había empujado hasta la costa. Nadie le creyó, claro. Pero en Mazarrón hay cosas que se creen sin necesidad de pruebas. 

La gente del puerto empezó a acostumbrarse a él. Ayudaba a reparar redes, recogía latas de la playa sin que nadie se lo pidiera y cada noche, antes de dormirse bajo una barca vieja en El Alamillo, recitaba palabras que parecían oraciones, aunque nadie supiera a qué dios se dirigían. 

Un día, Elías -el niño de la caña rota- le llevó un cuaderno y un bolígrafo. Y Salomón comenzó a escribir. 

Escribía en un idioma que nadie conocía. Las letras parecían olas. A veces rectas, a veces curvadas como espinas de pez. Escribía sin parar, como si la historia ya estuviera escrita dentro de él y solo necesitara una mano que la transcribiera. 

Se decía que hablaba con el viento. Que las gaviotas se posaban cerca de él en silencio, como si le escucharan. Que, cuando la bruma subía desde el mar, sus ojos se volvían de un color violeta, y murmuraba nombres de mujeres que no habían nacido todavía. 

Un anciano que había sido pescador y lector de Homero -un tal Julián, de Bolnuevo- afirmó una vez en la taberna que ese hombre no era un náufrago cualquiera, sino un heraldo. “Ha venido de otro tiempo”, dijo. “Ha cruzado no sólo el mar, sino los siglos”. 

Se rieron de él. Pero después de esa noche, nadie volvió a ver al viejo Julián. Ni su bastón. Ni su radio.

Una mañana, Mazarrón amaneció sin mar. 

Donde antes las olas besaban las piedras, solo quedaba una llanura de arena mojada y caracolas abiertas como bocas sorprendidas. El mar había retrocedido, como si respirara hacia dentro. Y allá, en el horizonte, donde deberían comenzar las aguas profundas, había algo. Una sombra. Una estructura. Una ciudad.

Salomón caminó hacia ella. Nadie se atrevió a seguirlo. 

Caminó hasta que sus pies dejaron de tocar tierra. Pero no se hundió. Caminó sobre el agua, o el agua decidió sostenerlo, quién sabe. En la línea exacta en la que cielo y mar se funden, se volvió. Sonrió. Y alzó el cuaderno. 

Las páginas volaron, dispersándose como aves asustadas. Algunas llegaron hasta la Plaza del Ayuntamiento. Otras fueron encontradas en las calas de Percheles. Una cayó, dicen, sobre la mano abierta de una estatua de la Virgen del Milagro, en la ermita de la Purísima. 

Desde entonces, hay quien sueña en un idioma que no conoce. Hay quien escucha, al romper las olas, un nombre: Salomón. 

Y hay quien cree -quién puede culparles- que en algún lugar, bajo las aguas quietas de Mazarrón, una ciudad dormida se ha despertado al fin. 

¿Y si cada playa fuera el borde de un mundo que aún no sabemos leer? 
¿Y si el verdadero mapa no estuviera en la superficie, sino en la memoria del agua? 

Te propongo algo: la próxima vez que camines por la orilla, pon el oído al suelo. Quizá oigas pasos.

Quizá no estés tan solo.

27 julio 2025

La isla con wifi

 


¿Has sentido alguna vez que estás acompañado por todas partes, pero no hay nadie? 

Me ocurrió ayer, mientras cenaba solo, con el móvil sobre la mesa —ese tótem brillante que nos ofrece la promesa de no estar nunca del todo fuera del mundo. Lo desbloqueé, miré los mensajes, dejé que me rozaran las notificaciones como si fueran olas suaves en los tobillos... y, sin embargo, no había nadie allí. 

O quizá sí. Pero nadie conmigo. 

A veces creo que vivimos rodeados de faros apagados. Todos conectados, todos emitiendo señales, pero sin la menor intención de encontrarse. Como si en vez de mapas lleváramos laberintos, y en lugar de brújulas, espejos. 

Imagina un náufrago moderno: no hay cocoteros ni diario de a bordo. En su isla hay cobertura 5G, tiene acceso a toda la información del mundo, y aún así, anhela algo más primitivo: una voz que no tenga eco. Un silencio compartido. Una presencia no pixelada. 

Y me doy cuenta de que yo también soy ese náufrago. Que muchas veces prefiero escribir una publicación antes que llamar. Que me es más fácil poner un emoji triste que decir "me siento solo". Que las palabras, tan serviciales ellas, también saben esconder. 

No sé tú, pero yo echo de menos los silencios incómodos de las cafeterías con alguien delante. Los paseos donde no hay nada que mirar salvo el rostro del otro. Echo de menos la lentitud de las cartas, la caligrafía como huella, la espera como forma de cariño. 

Hay una imagen que me ronda. La del vaso de cristal azul, tan transparente como engañoso. Parece lleno, pero no lo está. Refleja la luz, pero no la retiene. Así me siento muchas veces frente a la pantalla: como ese vaso. Iluminado, pero vacío. Lleno de reflejos ajenos que no calman la sed. 

Y no es que la tecnología sea el problema. El problema, quizás, es que ya no sabemos estar presentes sin mediadores. Nos hemos convertido en traductores de nosotros mismos: subtitulamos nuestras emociones, filtramos nuestras reacciones, programamos nuestras respuestas. 

¿Qué pasaría si un día salieras de casa sin el teléfono? Sin mapa, sin brújula, sin mensajes pendientes. ¿Serías capaz de soportar tu propia compañía? ¿Qué parte de ti te encontraría en el reflejo de una charca o en la mirada de un desconocido? 

Quizá la próxima vez que entres en una red social, te preguntes: ¿estoy aquí para encontrarme o para evitarme? 

Y tú, lector, ¿qué soledad has conectado hoy sin darte cuenta? 

Déjala reposar. No respondas aún. Mejor apágalo todo y sal a caminar. 

 

19 julio 2025

La luz que se filtra por las persianas

 


¿Y si casi todo lo que vivimos fuera apenas niebla? ¿Una sucesión de gestos que se disuelven antes de asentarse, como las olas que mueren sin nombre en la orilla? Y, sin embargo, hay momentos que se quedan. No sé por qué. No hacen ruido. No traen promesas. Solo aparecen. 

Esta mañana he recordado uno. No tiene historia. Solo un rectángulo de luz temblando sobre el mantel y el vapor del café dibujando algo en el aire, como si escribiera en un idioma que solo entiende el olvido. Nada más. Pero ahí estaba, intacto. 

Y me he preguntado: ¿por qué persisten esas imágenes que no significan nada… o lo significan todo? ¿Por qué vuelve a mí la sombra de una enredadera moviéndose al compás del viento en una pared que ya no existe, y no la voz de quien se fue sin que supiéramos cómo despedirnos? 

Quizá la memoria sea como un náufrago, sí… pero uno caprichoso, que en lugar de aferrarse a lo esencial, se agarra a fragmentos absurdos: una grieta en la loza, un olor de otra casa, la forma en que alguien se recogía el pelo sin darse cuenta de que la miraban en la penumbra.
 
Tal vez porque lo esencial se esconde. No grita. No hace alarde. Se cuela por los intersticios de las persianas, se acuesta con nosotros en las tardes que no prometen nada. Y allí se queda. Invisible, pero presente. Como si lo más grande solo pudiera vivirse en lo más pequeño. 

Hoy, mientras el sol caía de lado sobre los libros mal apilados de mi escritorio, me ha dado por pensar que todo eso que creemos irrelevante… quizá sea lo único verdadero. Como las piedrecitas blancas que dejaron en el bosque Hansel y Gretel. Como el murmullo del mar dentro de una caracola olvidada.

Y entonces me he detenido. He mirado el polvo flotando en el aire -ese que siempre intentamos quitar- y he pensado: quizá no sea polvo. Quizá sea oro suspendido. Belleza en estado de abandono. 

¿Y si la próxima vez que la luz se cuele por una rendija… no haces nada? No la limpies. No la expliques. Solo mira. Respira. Quédate. 

Porque puede que, al final, eso que llamamos vida no sea más que una colección de instantes que no supimos valorar cuando ocurrieron. 

¿Y tú… cuál de esos instantes -insignificante, olvidado, inútil- llevarás contigo cuando ya no quede nada más?

12 julio 2025

El vuelo del águila V


¿Puede un árbol contarte un secreto? ¿Y si fuera el tuyo? ¿Y si sus ramas, de tanto haberte sostenido, hubieran aprendido tu idioma y supieran más de ti que tú mismo? 

Amanecía lentamente, como si al sol le costara abrir los párpados. El valle seguía allí, pero había algo distinto en el aire. No sabría decir qué. Una levedad, tal vez. O un rumor que no venía de ninguna parte pero que me llenaba los oídos como si alguien hablara muy despacio detrás del tiempo. 

Descolgué el arnés con cuidado, como quien interrumpe un gesto sagrado. Y al tocar tierra, el suelo me pareció otro: menos sólido, menos literal. Caminé un rato sin rumbo preciso. No lo necesitaba. Uno aprende que hay trayectos que no requieren mapas, solo disposición. Y aunque el cuerpo aún arrastraba el cansancio de la noche, la mente iba despejándose como el cielo cuando el viento barre los jirones de niebla. 

Pensé en la frase de aquel hombre de la sonrisa calculada: “El menor susurro encierra una enseñanza para un corazón vigilante”. No la había entendido del todo entonces. Tampoco ahora, si soy honesto. Pero en el andar, en el roce del musgo con mis dedos, en la torpeza dulce de un escarabajo tratando de salvar una piedra… había algo. Algo muy pequeño, sí. Pero presente. Como un mensaje en voz baja que no quiere imponerse, solo espera ser escuchado. 

Me detuve junto a una roca cubierta de líquenes y me senté sin pensar. La piedra estaba tibia. El valle había guardado el calor de algún ayer. Cerré los ojos y por primera vez no quise entender nada. Solo estar. Respirar. Nada más. 

Fue entonces cuando lo sentí. No sabría explicarlo. No fue visión ni alucinación. Fue presencia. Como si el valle -todo él- respirara conmigo. Como si una conciencia antigua y sin nombre me atravesara desde las raíces hasta la nuca. Como si algo me reconociera. Como si yo, por fin, perteneciera a algo más grande. 

Y entonces, en lo alto, la vi. 

El águila. Sola. Majestuosa. Girando en espiral sobre mi cabeza. No emitía sonido alguno. No buscaba nada. No huía. No cazaba. Solo giraba. Como un vigía. Como si esperara. Como si supiera. 

Sentí una punzada en el pecho. No de dolor, sino de certeza. Era eso. Todo eso. La quietud, la vigilancia, la espera, el vuelo. El no-apresurarse. El saber estar. 

Pensé que el vuelo del águila no era huida ni conquista. Era otra cosa. Un modo de habitar el cielo sin perder de vista la tierra. Un modo de ser sin explicarse. 

No sé cuánto tiempo permanecí así. En el silencio. Bajo su sombra. En paz. 

Luego el águila se alejó. No bruscamente. Se fue. Simplemente. 

Yo me puse en pie y me sacudí el polvo. No había respuestas. Solo ecos. Pero eran suficientes. 

Tal vez -pensé mientras emprendía el regreso- no hay que comprender el sentido de la vida como quien resuelve un enigma. Quizá baste con aprender a escucharla, a dejarse tocar por ella sin tantas armaduras. A reconocer sus mensajes en el susurro del viento o en la lentitud de una piedra calentada por el sol. 

Y tú, lector de andanzas ajenas: ¿cuándo fue la última vez que miraste al cielo sin buscar respuestas, solo buscando el vuelo? 

Te invito a detenerte hoy un instante. Y a esperar. Como el águila. Como la piedra. Como el árbol. Sin prisa. Sin miedo. 

Solo estar.

28 junio 2025

¿Y si Prometeo tuviera razón?

 



¿Y si el mayor castigo no fuera el dolor, sino la lucidez? 
¿Y si el fuego que robamos para iluminar el mundo nos estuviera quemando por dentro? 
¿Y si el verdadero mito no estuviera en los libros, sino latiendo aún bajo nuestra piel, en cada decisión que tomamos sin saber que estamos eligiendo destino? 

Prometeo. 
El ladrón de fuego. 
El insolente que no supo respetar los límites de los dioses. 
O tal vez, el primero que amó verdaderamente a la humanidad. 

Dicen que robó el fuego del Olimpo para dárnoslo. Pero tal vez, sólo tal vez, nos entregó algo más que calor y llama: nos entregó la posibilidad de construir y destruir, de avanzar a ciegas, de pensar más allá de lo soportable. 
Nos entregó -sin quererlo, o queriéndolo demasiado- la conciencia. 

Y, desde entonces, aquí estamos: inventando ciudades que nos exilian, 
tecnologías que nos esclavizan, 
sistemas que nos deshumanizan. 

Estamos, decimos, mejor que nunca. Pero ¿a qué coste? 
Nos perdemos en pantallas que simulan relaciones, 
en debates que olvidan el rostro del otro, 
en metas que nunca terminamos de alcanzar. 

¿No estaremos pagando, todavía, el precio del regalo de Prometeo? 
Cada vez que sentimos que algo falta, sin saber qué. 
Cada vez que sonreímos para una foto y lloramos por dentro. 
Cada vez que la vida nos roza... y no nos damos cuenta. 

Prometeo fue encadenado a una roca. Su hígado devorado a diario. 
Pero el castigo no era el buitre. El verdadero suplicio era ver el mundo con claridad, 
y saber que, aún así, 
la humanidad seguiría tropezando en la misma piedra. 

No sé tú, pero yo he sentido a veces que tengo fuego entre las manos. 
Y no sé bien si es un don o una condena. 

Porque querer comprender, en este mundo que premia la rapidez, 
duele. 
Porque detenerse, mientras todos corren, 
asusta. 
Porque amar -con ternura obstinada- en tiempos de prisa, 
es, casi, un acto de rebeldía. 

Y sin embargo… 
¿no es eso lo que nos salva? 

No el fuego, sino lo que encendemos con él. 
No el conocimiento por sí mismo, sino lo que hacemos con lo que sabemos. 
No la lucidez amarga, sino la conciencia que elige -a pesar de todo- cuidar, esperar, abrazar. 

Te invito a mirar hoy tu fuego. 
¿Para qué lo usas? 
¿A quién calienta? 
¿A qué precio lo mantienes encendido? 

Tal vez -y sólo tal vez- 
el mito no esté escrito en piedra. 
Tal vez podamos reescribirlo. 
O, al menos, vivirlo de otro modo. 

¿Y si empezamos por ahí? 

¿Te atreves a soltar la antorcha, aunque sea un instante, y mirar con los ojos del corazón? Quizá descubras que no todo lo que brilla… tiene que arder.

27 junio 2025

Puebla Marina XIV. Los mapas que no dibujamos


 

Capítulo XIV. Los mapas que no dibujamos

¿Dónde se refugia lo que nunca nos dimos permiso para sentir?
¿En qué pliegue del alma se esconden las emociones que apartamos, no por cobardía, sino por una prudencia mal entendida… como si vivirlas pudiera desbordarnos?
¿Y si existieran lugares -como Puebla Marina- que nacen precisamente de esos sentimientos postergados, de lo que no supimos concedernos a tiempo?

Hoy ha amanecido con una claridad extraña.
No era la luz, no… era otra cosa.
Una sensación como de haber bordeado, sin tocarlo, algo que siempre estuvo allí, esperando.
A veces la conciencia llega así, sin aviso, sin ceremonia.
Simplemente se instala, como esa tristeza dulce que uno acepta sin saber si viene del presente o de hace muchos años.

He paseado por la orilla.
El mar estaba particularmente quieto, como si me respetara el silencio.
Y yo tampoco tenía nada que decir. Solo caminar, como quien deja que el cuerpo hable por dentro.

En Puebla Marina hay un callejón que no aparece en ningún plano.
Es estrecho, sombrío, como si los edificios quisieran protegerlo del olvido.
Allí viven los mapas que no dibujamos.
Los deseos no asumidos.
Los impulsos que censuramos sin darnos tiempo.
Los temblores que desoímos por orgullo o por rutina.

Una vez lo recorrí con alguien.
No importa quién.
Nos reímos de lo absurdo del trazado, de lo desparejo del suelo.
Y sin embargo, había belleza.
En lo imperfecto también habita la verdad.
Solo hay que mirarla sin exigirle que sea otra cosa.

A veces fantaseo con la idea de que Puebla Marina no es un lugar físico, sino una coordenada emocional.
Un refugio al que regresamos cuando el mundo nos pide demasiado.
Un espacio donde las emociones no vividas siguen esperando su momento.
Y algunas, con suerte, aún laten.

Hoy me he cruzado con una anciana sentada en un banco frente al acantilado.
Tenía los ojos serenos, como quien ya no se reprocha nada.
Le pregunté si echaba de menos a alguien.
-No -me dijo-. Echo de menos lo que no me atreví a echar de menos en su momento.

Y me pareció una respuesta perfecta.

Quizá eso somos: una mezcla de lo que sentimos tarde, lo que no supimos nombrar y lo que aún estamos aprendiendo a aceptar.
Pero aquí, en Puebla Marina, todo eso se entiende.

O se abraza.

O simplemente se deja estar.

Y tú, que también callas a veces lo que ya es urgente sentir,
¿te atreverías a volver sobre ese gesto que nunca tuviste, ese temblor que evitaste?
Te propongo esto:
búscalo.
No en los recuerdos, sino en tu cuerpo.
Y si lo encuentras, si aún duele un poco, déjalo que duela.
Tal vez -quién sabe- sea la forma que tiene Puebla Marina de recordarte que sigues vivo.

Las murallas que cantan

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